Cuando era pequeña, mi mejor amiga era una tímida niña rubia llamada Carina. Nos conocimos en nuestro primer día de clases e instantáneamente nos hicimos amigas. Iba a cenar a su casa, que siempre olía a aerosol y humo de cigarros, y era de mis actividades favoritas. Carina era la más chica de cuatro hijos, mientras que en mi casa era hija única. Su mamá solía comprar yogurt de chocolate especialmente para mí, el cual devoraba en un par de minutos, y me encantaba la sensación de pretender ser parte del ajetreo familiar. Antes de incluso saber cómo escribir mi nombre en letras cursivas, ya había decidido que algún día, cuando fuera una mujer, tendría cuatro hijos. Tres niñas y un niño, como el clan de Carina. Hasta llevaba conmigo cuatro muñecas con todo y pañalera, preparándome y poniéndome en práctica desde muy joven. A los cinco años no sabía cómo atar mis agujetas o peinar mi pelo, pero sí sabía que quería ser madre.
Aunque han pasado años desde la época de esas muñecas, en alguna parte de mi mente, así es como imaginé que resultaría mi vida. Solamente que un día me di cuenta que –al menos oficialmente– ya era una mujer adulta. Una que, en un miércoles lluvioso de febrero del año pasado, descubrió que estaba embarazada. Me senté en la tapa del escusado de mi pequeño departamento mientras mi roomie convertido en mi novio desde hace tres semanas, Ben, esperaba en el pasillo. Miré a la prueba. “Oh, no”. No había una sonrisa en mi rostro, una urgencia de acariciar mi estómago y susurrar “Gracias”, como frecuentemente ocurre en las películas. En vez de eso, se sintió como si me hubieran diagnosticado un tumor. Terrible.
Resulta que no necesitaba de los tratamientos hormonales para procrear, como el doctor alguna vez me informó porque tenía ovarios poliquísticos. También resulta que usar una app para calcular los días del mes más fértiles (para que puedas evitar usar protección) tampoco es un método anticonceptivo seguro. En vez de eso, detrás de una pequeña ventana de plástico estaba mirándome una posibilidad muy real de un futuro enteramente distinto. A pesar de tener 25 años, con un salario fijo, prospectos profesionales ambiciosos y el apoyo de una pareja, sabía con una gran determinación que no lo quería. Eso es porque mientras miraba a la prueba, no era al bebé a quien veía, sino la amenaza a la vida que había pasado años construyendo. Notablemente, tenía un trabajo que amaba y que me había esforzado mucho por conseguir, en una de las industrias más competitivas del mundo, lo que era importante. ¿Qué tal la idea de tener que tomarme un descanso? ¿O salir de la empresa? ¿O arriesgarme a perder mis contactos y un lugar en la revista? Eso no era algo que estaba dispuesta a hacer. También debía considerar mi estado bancario y el hecho que mi relación estaba en sus primeros meses donde todavía todo es muy incierto. Además, vivía en un departamento pequeño con otras dos personas (y una docena de ratones) y era una situación que no le veía ganas de cambiar pronto. En ese momento, en ese baño, vi mis ascensos, la oportunidad de viajar por el mundo y una vida social llena con planes de último minuto y fines de semana salir volando por la ventana, muy alto y lejos.
Me fui a dormir esa noche preguntándome qué tipo de instinto maternal podría activarse en mis sueños. Pero no ocurrió. Lo que sí se activó fue una tranquilidad, culpa, urgencia y un poco de vergüenza mientras marcaba a la clínica Marie Stopes International para agendar mi aborto.
La decisión
Sé que algunas de ustedes pueden estar pensando que soy una egoísta huyendo de mis responsabilidades. Una millennial inmoral que priorizó su carrera y su diversión por un “bebé”. “¿Cómo puedes soportar la idea?”, puede que te preguntes. Y mi respuesta sería la oportunidad. Así es cómo. Lo que nuestros padres y madres pelearon por darnos es lo que complica tanto mi decisión de tener una familia. Miro a la generación de mis padres y de alguna manera creo que era mucho más fácil; ciertamente en lo que concierne a tener hijos. La narrativa de la vida vendida a mi madre y a sus similares era simple: cásate, compra tu primera casa, reprodúcete. Era un camino directo sin desviaciones. ¿La narrativa que me vendieron a mí? Ve a la escuela, conoce el mundo, crece profesionalmente, ten un hijo. Pero eso es lo que sucede... mientras tomamos más oportunidades, se vuelve más difícil hacer sacrificios (no es de sorprenderse que las tasas más altas de abortos sean entre mujeres de 20 y 24 años*). Cuando era niña creía que deseaba una familia grande a la cual le invertiría todas mis energías. En vez de eso, cuando me enfrenté a la posibilidad de tenerlo, descubrí que preferiría seguir cumpliendo con mis metas personales. Descubrí con sorpresa que quería yo ser mi prioridad número uno.
Tenía de dos a tres semanas cuando tuve mi “descubrimiento” lo que significaba que el óvulo fertilizado era más pequeño que una semilla de amapola. Las enfermeras en la clínica me explicaron que debían hacer un ultrasonido para identificar el embarazo antes de poder agendarme para el quirófano. Pero estaba todavía en las primeras etapas, nada se veía en la pantalla. Después me aclararon que desafortunadamente debía esperar quince días, y regresar para otro escaneo antes de que el doctor pudiera recetarme las pastillas que desesperadamente anhelaba por tomar. No sabía que existía la posibilidad de que me rechazaran del tratamiento y me dejaran en el limbo. No sabía que necesitaría del gel frío en mi abdomen para revelar exactamente lo que estaba ocurriendo en mis interiores. Pensaba que era algo que únicamente experimentaban las mujeres que estaban emocionadas por el prospecto de convertirse en madres.
Y pasé los siguientes días confundida, pretendiendo que todo estaba normal. Me sentía con náuseas y cansada, mientras mi cuerpo comenzaba a inflarse -un constante recordatorio de lo que estaba ocurriendo dentro de mí. No le dije a nadie más que a tres amigas cercanas. Una, que había tenido un aborto, me apoyó todo el tiempo; otra no estaba segura de qué decir; mientras que la tercera me abrazó incómodamente y cuando le confesé que me sentía un poco tonta me respondió diciendo: “¿Es porque es un poco penoso admitir que te equivocaste?
Te equivocaste. Las dos palabras se quedaron en mi mente durante los siguientes meses y no fue agradable. La idea de confesar mi “error” a mis padres hacía que mis manos sudaran a pesar de que ambos son liberales y compasivos. Aun así, de haber decidido quedarme con el bebé, la idea de decirles que serían abuelos tendría un efecto similar en mí. Porque aunque, ante los ojos del mundo, era una mujer adulta (con un trabajo y una pareja) en 2018, los 25 se sentían demasiado jóvenes para tener un hijo. Sabía con cada célula del cuerpo que no estaba lista para sacrificar todo lo que tenía en ese momento. Cuando era niña, creía que ser madre era parte del camino. Ahora veo que no es el panorama completo, al menos no para todas. No había considerado que te podrías sentir completamente plena (y lo digo en serio) con otras cosas aparte de un niño. Con tu carrera, por ejemplo. O por tu relación o por tus amistades. Y eso es algo que el mundo no te dice.
Las consecuencias
Cuando se cumplieron las dos semanas, no podía esperar para ir a la clínica. Ben fue para sostener mi mano, recordándome que si deseaba cambiar de opinión en cualquier momento, él me apoyaría. Lo que yo quisiera era lo que él quería; me dijo: “Tu cuerpo, tu decisión”. Cuando la enfermera me preguntó si había la probabilidad de que alguien me estuviera presionando para tomar esta decisión o si estaba en una relación donde sentía que mi seguridad estaba comprometida, me reí. Era una de las afortunadas, a diferencia de otras mujeres sentadas solas en la sala de espera, mordiéndose las uñas y tratando inútilmente de distraerse con sus celulares. Me dieron la primera tableta, mifepristona, la cual bloquea la hormona necesaria para que el feto se desarrolle, y me fui a trabajar sin experimentar muchos síntomas. Al día siguiente debía tomar una segunda pastilla (misoprostol, la cual expulsa al feto del cuerpo) con la supervisión de la cínica*. Ben y yo entramos al edificio en silencio, atravesando multitudes pro- testando que intentaron agarrar mi brazo diciendo: “Querida, ¿te gustaría hablar con alguien? Nosotros podemos ayudarte”. Sentía un golpe en el pecho al ver sus pancartas llamándome asesina. Fue muy fuerte. Firmé los documentos, asentí cuando el doctor me dijo que podía “experimentar cierta incomodidad” y dejé que las pastillas se disolvieran en mis mejillas como me habían indicado. Cuando salí de ahí, considerando todo, me sentía relativamente bien. Durante quince minutos, aproximadamente. Pronto sentí muchas náuseas, una sensación de ardor y calambres. Urgentemente necesitaba de un baño y estar sola. Me vi forzada a salir del taxi para vomitar en las calles, y entré al baño de una galería de arte. Me hice bolita en el piso del cubículo, con la quijada trabada, escuchando a dos madres enseñando a sus hijos a lavar sus manos. El agua del escusado estaba roja por todo lo que mi cuerpo ya había comenzado a expulsar. Ben llamó a la enfermera quien dijo que esto era relativamente normal, me recetó unas pastillas y me advirtió que las cosas podían empeorar un poco antes de empezar a mejorar. No podía imaginar cómo algo así podía ser más terrible.
Casi cinco horas después, pude pararme. En casa me acosté y me quedé un día más, durmiendo, llorando y sangrando. Rechacé los documentos donde me preguntaron si deseaba terapia después del aborto. Nada de ayuda; me había equivocado, lidiaría con todo a mi manera. Meses después, empecé a procesarlo y al poco tiempo volví a estar completamente bien. A pesar de mi experiencia no me arrepiento de mi decisión. con frecuencia veo pasar carriolas en la calle y siento alivio de no tener una de ellas. No era mi tiempo y no tengo alguna sensación de pérdida. Lo que sí fue más difícil de procesar fue la vergüenza, el estigma y la necesidad de guardar silencio. Y todo esto es un gran desafío por superar para cualquiera.