Cuando el cáncer de mama se manifiesta en la vida de una mujer, su historia adquiere una forma caleidoscópica, en la que cada integrante de la familia mira desde su perspectiva una imagen diferente de la situación y también de quien le hace frente en primera persona al padecimiento. Así es como los hombres miran a sus parejas.
Rocío, Recuerdo cuando me llamaste por teléfono para informarme de tu diagnóstico. Llorabas como una niña espantada, tu llanto era infinito, sonoro y extremadamente doloroso. Yo cerré los ojos y uno de los puños para que de mi voz fluyeran palabras de aliento. Cuando te dije: “Hay que ver a un especialista”, tú contestaste que ya habías hecho una cita. Me sorprendiste: a pesar de la terrible noticia, tú empezaste a buscar tu cura. Al principio de tu tratamiento te encorvaste, tu rostro estaba pálido y tu voz apenas se escuchaba, pero te fuiste a la batalla para salvar tus territorios y tu vida. Partiste como valiente y llena de miedo. Llorabas de pavor. Te metías en tu trinchera, callada, pensativa y no querías salir. Le pedí a Dios que te salvara. El terror te hizo valiente y también me fortalecí al verte partir a la batalla. Llegabas a platicarme que algunas guerreras habían perdido su frente derecho, otras el izquierdo. Y otras habían perdido la batalla. Me contabas que te metían a una máquina. Imaginaba que ibas en un tanque de guerra, decidida a enfrentar tu destino, pero en vez de disparar recibías los impactos en tu pecho heroico. Avanzabas con pasos firmes acompañada de mujeres que colocaban una pañoleta en su cabeza cual yelmos y te ibas con ellas para continuar la lucha. Un día te miré firme, con una sonrisa heroica y tu voz equilibrada. Te abracé para apretarte contra mi corazón. Ahora gozas más la vida, eres más atrevida y segura. Te confieso me gusta ver tu cicatriz en forma de luna en tu seno derecho. José
