Mentir es una de las acciones que, en apariencia, más desprecia el ser humano, pero también a la que más recurre en muchos momentos y a lo largo de su vida. Te descubrimos su origen. Cada ocho minutos de tus labios sale una mentira, es lo que asegura un estudio realizado por el psicólogo Jerald Jellison, investigador de la Universidad de Southern California, Estados Unidos, y aunque parece una exageración te invitamos a hacer un recuento: alguien te pregunta cómo estás y contestas que bien, aunque sepas que las cosas no fluyen; llegas tarde al trabajo e inventas alguna excusa, aunque sabes que eres la responsable; acto seguido, tu jefe toma una decisión absurda y le dices que te parece una buena idea... desde esta perspectiva el científico no está equivocado. Mentir es el resultado del mal manejo de la ansiedad, dice el psicólogo Óscar Galicia, y es algo que aprendemos desde la infancia con involuntarias enseñanzas de los adultos que nos rodean, o ¿quién de niña no dijo que su hermano menor se había caído solo, cuando en realidad tú lo aventaste? Pero sin duda la mirada amenazante de tu madre te llevó a mentir para minimizar el impacto del regaño o incluso evitar una nalgada. Otro pequeño curso intensivo de cómo mentir era cuando alguien llamaba por teléfono o llegaba de manera inesperada y tus padres te pedían que aseguraras que no estaban y así supiste que era válido dejar de hacerle frente a aquello que te incomodaba. El asunto, dice el experto, es que esos episodios en tu infancia te fueron enseñando a plantarle cara a la ansiedad en lugar de gestionarla, como era lo correcto y ¿por qué no?, cuando te convertiste en adulta continuaste recurriendo a ella justificándola de mil maneras, porque en el fondo llevamos un mensaje contradictorio: mentir es malo, pero no tanto si lo que decimos tiene en apariencia una buena causa, como no hablar con alguien que nos saca de quicio o hacerlo en aras de protegerlo de una verdad que no le gustará saber ni conocer.
Mentiras piadosas... ¡ni lo sueñes!
Desde tiempos ancestrales ya nos habíamos dado a la tarea de clasificarlas según su grado de gravedad, desde las mentiras inocentes o las piadosas, que de alguna manera no son tan mal vistas, como aquellas que ya tienen como objetivo causar un daño o esconder algo realmente importante. Pero algo que sucede con ellas, es que ciertamente pueden empezar como algo pequeño e inofensivo, pero poco a poco van subiendo de nivel y esto tiene que ver con los principios morales de cada una, porque serán los que te pongan un límite y te señalen que no puedes llegar más lejos, o bien te hagan pensar que tienes la razón y que serás más lista si lo haces. Por fácil que parezca, mentir tiene su arte y sus exigencias: la primera es un nivel importante de concentración, porque por pequeña que sea, es necesario pensar en los detalles y adelantarse a los posibles escenarios que se presenten para hacerlas más creíbles, y lo que hay que resal- tar es que involucra al 100% a tu cerebro. Las pequeñas mentiras son un entrenamiento para subir el nivel y no lo decimos como si se tratara de un máster para mentirosas, sino para descubrir cómo se moldea el cerebro y lo que parecía inofensivo, toma otras dimensiones mayores. Un estudio del University College London demostró que cuando mientes de manera sistemática, esa zona conocida como amígdala (donde se gestionan las emociones), deja de estar activa, eso significa que ya no te preocupas por los resultados y fluyes con más facilidad, tomando riesgos mayores cuando se trata de falsear información. Pero este camino se construye a partir de esas pequeñas falsedades, y conforme avanzas, llega un punto en el que se vuelve algo tan natural que a los demás les cuesta trabajo no creerte lo que dices. Pero aunque parezca bueno y un punto de ventaja, no es así porque el riesgo de la mentira es que puede ir creciendo hasta convertirse en una bola de nieve imposible de parar; una te llevará a otra y en un momento dado, no serás capaz de distinguir lo real de lo ficticio. ¡Qué susto!
¿De mentiras a mentiras?
Siempre hay quien lo mide así y en general asumimos que hay unas más graves que otras, lo cual es cierto, porque puede haber unas que en apariencia ni siquiera causen daño, como cuando una amiga te pregunta cómo se ve con cierto look y le respondes que bien, por pena a decirle que no le favorece y causarle una depresión. Hay otras que son verdaderamente hirientes y pueden traer consigo males irreparables, por ejemplo cuando alguien roba algo y culpa a otra que es inocente solo para no pagar las caras consecuencias. Si lo tomas con seriedad te darás cuenta de que no hay mentiras pequeñas, pues que le digas a tu amiga que se ve bien cuando no es así, hará que vaya confiada por el mundo, ella cree en tu palabra y si alguien la critica o se burla de su apariencia, el daño estará hecho. “Un riesgo que no se calcula al momento de decir falsedades es que los demás perderán la confianza en ti y eso es algo que no se recupera con facilidad, y en algunos casos no ocurre nunca”, dice el especialista Óscar Galicia. El valor de tu palabra y la credibilidad que tengas, no tiene precio, se trata de algo que te puede poner o no en condiciones de privilegio; tal vez te parezca una idea del siglo pasado, pero la confianza te abre puertas y corazones, así de amplio es su espectro. Compruébalo contigo misma: si una vez descubriste que tu pareja te mintió diciéndote que iba a acompañar a su mamá a hacer unas compras y te enteraste que en realidad se fue de party con sus amigos, ¿le creerás la próxima vez? ¡Sabemos que eso no pasará! y que tendrá que demostrarte de mil maneras que esta vez sí te está diciendo la verdad. Pretextos para justificarlas puede haber muchos, desde que lo haces porque quienes te rodean siempre tendrán una manera de ponerte piedras en el camino para conseguir lo que quieres si hablas con la verdad, hasta que es una forma de venganza, pero independientemente del daño que puedas causarles, el principal te lo haces a ti misma porque –lo creas o no– llegará un momento en que la mentira te afectará de mil maneras, especialmente por la desconfianza. Lo mejor siempre será la verdad, por dura que parezca. Óscar Galicia afirma que, paradójicamente, a quien no puedes engañar es a ti mis- ma, porque en el fondo siempre sabrás el motivo que te hace mentir y tendrás que vivir con ello, así que lo más sencillo es que lo identifiques y trabajes en esa línea para gestionarlo. Ahora bien, si consideras que el problema te supera, y que por más que lo has intentado no logras controlarlo, acude a un especialista sin temor y con la certeza de que lo mejor está por venir para ti.
QUE NO TE CREZCA LA NARIZ
Si eres consciente de que te cuesta convivir con la verdad, sigue estas estrategias para dejar el lado oscuro:
- Identifica qué provoca que mientas: ¿lo haces por costumbre, porque piensas que obtendrás ventajas sobre los demás o por temor a una respuesta negativa? Una vez que te des cuenta y te encuentres frente a esa situación intenta ser honesta... al menos una vez. Cada día en cuanto percibas que estás a punto de mentir, detente, guarda silencio y reflexiona antes de hablar; ¿qué esperas ganar o perder con lo que digas? Cada vez que digas la verdad también analiza cómo te sientes y descubrirás que la tranquilidad te invade.
DESCUBRE A UN PEQUEÑO PINOCHO
Estas son las tácticas que utiliza el FBI para detectar cuando alguien miente:
- Una actitud sospechosa es que desvíe la mirada hacia el piso cuando siempre suele verte a los ojos. Fíjate cómo interactúa con los demás, si miente tenderá a desviar la conversación o volteará hacia otro lado como si quisiera pasar desapercibido. Obsérvalo detenidamente: una señal de que no dice la verdad es que pone atención a sus propias gesticulaciones, así que dan la impresión de que son muy estudiadas. Si es alguien con quien convives de manera cotidiana tendrás detectado cómo reacciona ante el estrés, así que sabrás muy bien si al momento de comunicarse contigo hay algo extraño en su voz o en sus movimientos. ¿Pone especial énfasis en determinadas palabras o trata de ser reiterativo con una idea? ¡Te miente!
Por: María del Carmen López
Este artículo fue originalmente publicado en nuestra edición impresa:
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