Ari Sánchez es amante del diseño en todas sus expresiones, le gustan esas películas con las que todo mundo se duerme y bebe vino mientras cocina. Es mamá de Elsi de 10 años y Directora de Arte de Cosmopolitan. Ella nos comparte la sabiduría que le ha dejado el ser madre...
La noche que me convertí en mamá fue como saltar al vacío con los brazos abiertos y el corazón fragmentado, latiendo rápidamente... La única certeza que tenía era que mi vida cambiaría para siempre. Esa noche no dormí y solo miraba a mi hija, la veía hermosa pero, sobre todo, reflexionaba en lo maravilloso que era poder dar vida. Y pensaba que ahora sí, con todo y dudas, ya no había reversa. Con honestidad diré que mi embarazo nunca fue una dulce espera, al contrario, lo sentí como el periodo más angustiante y retador de mi vida... Tenía mucho miedo y no se lo decía a nadie. Sí me preguntaba ¿y si no sirvo para acompañar a un humano?, ¿será cierto eso de que jamás vuelves a dormir igual? Y ¿cómo voy a volver al trabajo?, ¿y si es demasiado frágil?, pero en especial ¿y si realmente no sirvo para ser mamá? Entonces (decidí) empezaré por lo que sí está bajo mi control, haré lo mejor que pueda todos los días para ella y para mí, no me aferraré a tener una figura perfecta, no me obsesionaré ni me abandonaré, porque quiero hacerlo realmente bien... aunque la cague muchas veces, tendré el valor para reconocer que me equivoqué y le guiaré con mi amor, pues si de algo estoy segura es de que quiero hacerlo con todo y sus renuncias. Cuando me pregunto si me gustaría cambiar algo de la maternidad, sería la competencia que se da entre nosotras; ¡las mujeres nos juzgamos por todo! Por tener hijos o por no tenerlos, por trabajar (y dejar a los hijos al cuidado de alguien más) o por no hacerlo. Dejemos de decir “mamás luchonas” para ofendernos, de evaluar a las madres jóvenes y a las que deciden serlo a los 40, o a las que eligen dedicarse los días que les quedan a sí mismas –o a sus gatos o a sus perros– porque hay mundo para cada una de ellas y de nosotras. Soltemos esa idea de hacerlo todo solas y perfecto, cambiemos para sentirnos más acompañadas porque para ayudar a crecer a alguien se necesita mucho más que una buena intención: también se requiere valor, corazón y vencer el miedo. Aunque nuestra mente tenga una ruta trazada cual plan de vuelo, debemos ser capaces de recalcular y hacer varias paradas –además de la obvia, la de ser mamás– para regalarnos una sabrosa plática con una amiga, un inolvidable momento de pasión, una serena noche de cine en solitario... lo que sea que nos venga bien. Seamos valientes con la misma fuerza para, aun con todo “bajo control”, aprender a respetar nuestra fragilidad cuando nuestros hijos nos llaman llorando porque no estamos con ellos o los dejamos enfermos en casa para ir a la oficina convenciéndonos de que ya los vio un médico y estarán bien. No olvidemos que también están las otras mamás, las que se quedan en casa y se sienten atrapadas mientras que nosotras (las que trabajamos fuera) fantaseamos en tener sus vidas “resueltas”, sin pensar en que ellas también se preguntan lo mismo que todas: ¿lo estaré haciendo realmente bien? Quisiera que aprendiéramos a cuidarnos más, a tratarnos con ternura y compasión, pero especialmente con respeto. Dejemos de sentir la obligación de demostrar que somos fuertes en todo momento porque sí lo somos, pero no por resistir. Encontremos nuestras propias razones para sentirnos orgullosas y felices, eso es lo que recordarán nuestros hijos... Y a ellos hagámoslos valientes, dejémoslos ser, convirtámonos en buenos com- pañeros de viaje, logremos que sientan que con su propio kit de vida podrán sobrevivir sin nosotras, pero que la vida toma perspectivas interesantes cuando se comparte con otros. Y sí, la vida que conocíamos antes de ser madres desaparece, pero eso no está del todo mal... Por: Arizbé Sánchez
Este artículo fue originalmente publicado en nuestra edición:
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